sábado, 26 de noviembre de 2011

La sombra que cobija

Desde arriba era todo tan pequeño… yo sentía mis piernas flotar y un mundo de risas, de pies que corrían,  de trenzas que flotaban, y un ir y venir de blancos, inmaculados, guardapolvos.
Sentado sobre él o colgado de él, era lo mismo, la sensación de libertad impregnaba mis pocos años, años que no necesitaban nada más para vivir que un pedacito de cielo para girar, debajo de él, sobre mí mismo y terminar tirado en tierra, mareado, mirando su azul.
El patio era nuestro mundo donde rozábamos miradas, gestos, donde teníamos amigos o enemigos, dependiendo a qué jugáramos. En ese pequeño mundo era un orgullo enarbolar la bandera a diario y un honor ser elegido, porque si de algo estábamos pendientes es de a quién le había tocado la buena fortuna de ir al mástil.
Las tristezas también eran parte de nuestros recreos, pero se hacían más livianas con la solidaridad de quienes nos acompañaban, nuestros amigos, nos sabíamos pequeños, pero grandes en nuestro entorno, todo lo que nos rodeaba era inmenso porque teníamos la energía de quién quiere vivirlo todo en un instante e intensamente.  
Correr alrededor del gigante era divertidísimo, subir a él La gloria, siempre debíamos estar pendientes de la “seño”, alguno debía estar de guardia para avisar si alguna estaba cerca.
En todos esos años nada nos hacía más feliz que el comienzo y el final de las clases.  Regresar cada año significaba nuevos lápices, cuadernos, etiquetas, gomitas con olor a perfume y un guardapolvo nuevo que pavoneábamos con un peinado prolijo que duraba sólo la primer semana, después era mejor aprovechar el tiempo para dormir que para acicalarse. El fin de las clases era maravilloso, olíamos las flores, el calor, a la pronta navidad, al adiós a los exámenes y a nuestra silla, ¡sí, nuestra!, porque fue nuestro apoyo durante todo un año, y nuestra mesa, soporte de nuestros sentimientos, escrita con corazones o iniciales, que hacían de nuestro secreto un enigma a descubrir.
Cada año sabíamos que estaría ahí para cubrirnos con su sombra, para escuchar nuestras carcajadas y nuestros gritos. Cada año quienes empezaran el ciclo escolar lo encontrarían en su primer recreo y no les alcanzaría su mirada para abarcar su grandeza, sus ramas gigantescas y la música que emanaba de sus hojas, como murmullos que continuaban los nuestros, cuando corría el viento. 
Todos sabíamos que era nuestro, nuestro ombú, principesco y dueño del patio, lugar de encuentro atrás o al costado para evitar las miradas de las maestras, y aunque ellas se fueran a sentar debajo de él, podíamos escaparnos de sus miradas, porque ellas también se relajaban bajo su resguardo huyendo del sol.
Pero, como un anticipo de la vida, un día al volver a clases ya no estaba, un rayo lo había derrumbado. Fue triste, extraño, tanto patio parecía una llanura infértil donde correr significaba sólo eso, sin coordenadas a donde dirigirse. Sí, fue un antes y después, quizás porque también estaba creciendo y tomaba conciencia que nada es para siempre pero que todo perdura en nuestra mente. Cuando quiero ausentarme de mis problemas cierro mis ojos y escucho su música y vuelvo a sus ramas desde donde vuelvo a sentirme libre.

Gaby Abbru

No hay comentarios:

Publicar un comentario